martes, 8 de mayo de 2012

“Somos las historias que vivimos”, Eduardo Galeano

“Uno siempre tiene orgullo de sus hijos pero a veces los querés agarrar del cuello”, dice Galeano sobre un libro como “Las venas abiertas de América Latina”.

Acaba de publicar “Los hijos de los días”, un libro-calendario con 366 historias que conforman un caleidoscopio histórico que va desde Adán y Eva a las islas Malvinas, pasando por las pesadillas de Macarena Gelman. 

A pocos días de su visita a la Feria del Libro de Buenos Aires, el escritor uruguayo recuerda a Soriano y habla de sus obsesiones: el racismo y el militarismo.

POR Daniel Viglione

Sentado en su mesa de siempre del Café Brasilero, un boliche que desde 1877 tiene en cada uno de sus rincones el murmullo poético de los hombres que creen en quimeras, el escritor uruguayo Eduardo Galeano conversó con Ñ de su trabajo más reciente: Los hijos de los días, un libro-calendario con 366 historias que se escapan de las convenciones literarias y componen un caleidoscopio histórico que va desde Adán y Eva a las islas Malvinas, pasando por las pesadillas de Macarena Gelman a los sueños de Rita Levi Montalcini.

Entre uno y otro café, el autor de Las venas abiertas de América Latina dejó que sus palabras se confundieran con el silencio y buscó que fueran los gestos los que encontraban una respuesta para hablar de esos amigos entrañables que ya no están pero que todavía gambetean en su memoria como si fuesen derecho al arco: algunos metiendo un gol en el ángulo y otros mordiendo el polvo de un penal que nunca le cobraron.

Así, de a ratos, Galeano fue recordando a Osvaldo Soriano y Haroldo Conti; fue hablando de la revista Crisis y de sus largos años en el exilio, en el que parió su trilogía Memoria del fuego.

 Juntando las puntas de sus dedos una y otra vez, como si estuviera subrayando sobre la mesa cada una de sus ideas, este hombre de 71 años de edad fue remarcando sin vacilaciones sus obsesiones, poniéndole nombre propio a esos personajes que la historia oficial ha olvidado sistemáticamente pero que para él son los verdaderos e imprescindibles protagonistas de la historia.

Con una sonrisa que en su rostro no hace más que dibujar el goce que siente por la vida, el autor de El libro de los abrazos se mostró tal como es y abrazó con su mirada todo lo que le rodeaba, entrecerrando sus ojos intensamente celestes apenas una o dos veces, como si de lejos le llegara la música que un viejo organillero toca desde alguna plaza de Ciudad Vieja y que a él le traen historias para contar y ser contadas.

-Si bien viaja seguido a Buenos Aires, la Feria del Libro no es un lugar que lo tenga como habitué. ¿Qué lo tentó a viajar ahora?

-Es verdad, hace mucho tiempo que no voy a la Feria y no recuerdo cuánto hace de eso. ¿Qué me tentó?

No lo sé. Creo que esto mismo, esto de no ir hace mucho tiempo porque, por lo demás, es decir por mi contacto o comunicación con los argentinos, con los lectores argentinos y con toda la gente, eso que llaman público, que es una palabra complicada de usar porque parece que uno estuviera vendiendo un espectáculo y no es así, siempre ha sido excelente y muy intensa, muy verdadera.

El año pasado, por ejemplo, estuve en Tucumán, Jujuy y otros lugares y fue realmente increíble, porque tuve la sensación, y además sentí, que las palabras pueden tener dedos, es decir, que tocan a quien las lee y que esa relación casi física de la palabra con el lector vibra con mucha intensidad.

 Esto lo siento cada vez que cruzo el charco y me reencuentro con ese país que también siento que es mío.

-¿Por qué?

-Por muchas cosas, pero al fin y al cabo por una experiencia que para mí fue formidable: la revista Crisis, que fundé y dirigí casi hasta el final. Con Crisis queríamos demostrar que la cultura popular existía, que la cultura no era la que las voces del poder señalaban como tal sino que era otra cosa con fuerza propia y que lograba expresar una memoria colectiva.

-Crisis no fue sólo una revista cultural emblemática sino también una revista cultural que se vendía y mucho.

-Algo que era raro, sí. Es cierto, Crisis se vendía muchísimo y no te miento si te digo que llegamos a vender más de 35 mil ejemplares. Eso fue antes de que la crisis económica se llevara por delante a la revista Crisis. En un punto se hizo insostenible seguir adelante porque el precio del papel impreso no compensaba el costo del papel desnudo.

Parece mentira que una revista que daba superávit y que pagaba sueldos decorosos a un equipo muy mínimo de gente no se pudiera bancar más. Pero así fue y así se fue una de las más lindas funciones que tuve y que muchos teníamos: reivindicar una manera de promover la cultura, una manera que no era la tradicional.

Como dije recién, en Crisis creíamos que la cultura era una forma de comunicación o no era nada, por lo tanto, de lo que se trataba era de comunicarse.

-Pero comunicarse implica un ida y vuelta. ¿Eso lo logró?

-Sí, porque nosotros no sólo escribíamos para ser leídos, también tratábamos de recoger las voces de la calle y de la realidad y en eso sí que hubo idas y vueltas. Mientras la revista duró sus 40 números, que por cierto dejaron una huella dentro y fuera del país, lo logramos.

 Fue una experiencia exitosa, porque pudimos darle su espacio a las voces jamás escuchadas o rara vez escuchadas. Por eso siempre digo que discrepo con mis buenos amigos de la Teología de la Liberación cuando dicen que quieren ser la voz de los que no tienen voz. Eso no es así. Todos tenemos voz y algo que decir, algo que merece ser escuchado, celebrado o perdonado por los demás.

-¿Qué compañero de aquel equipo recuerda ahora?

-Haroldo Conti, mi hermano del alma, con quien compartí un barquito en el Tigre. De hecho tenía la llave de su casa en la isla. A Conti que, como se sabe ahora, fue secuestrado, torturado y asesinado por la dictadura. Lo deshicieron en la tortura y después lo arrojaron al agua. Conti, que había sido el gran escritor del río, terminó comido por los tiburones.

-¿Y Osvaldo Soriano? Se lo pregunto porque hace muy poco se cumplieron los 15 años de su muerte y sé que fueron amigos.

-Sí, un amigo entrañable. El Gordo era una maravilla. Nos entendíamos riendo. Soriano, además de ser un espléndido escritor dotado con una gran capacidad de comunicación, algo que para algunos académicos resultaba pecaminoso, era un tipo muy querido y querible. No había quien no lo adorara al Gordo.

-¿Pero, en cierto modo, esa popularidad no lo lastimó un poco a Soriano? No él a sí mismo, pero el marketing que las editoriales montaron sobre su figura.

-Sí, lo lastimó, pero no un poco sino mucho. El éxito le hizo daño al Gordo. Pero no porque él escribiera para vender o para ser exitoso sino porque empezó a firmar contratos esclavistas que lo obligaban a entregar un libro nuevo en una fecha determinada y con determinadas páginas. Eso que para él había sido un placer, me refiero al hecho de escribir, se fue convirtiendo en un deber. Eso le minó la salud. Pero bueno, para mí será siempre aquel amigo con el que nos quitábamos la palabra para ver quién mentía mejor y con más ganas.

-Y para ver quién sabía más de fútbol, ¿no? ¿Es cierto que nunca lo pudo llevar a los partidos que Crisis hacía contra otros escritores?

-Es cierto. Nunca pude convencerlo de ir, sobre todo por el horario, porque el Gordo vivía de noche y escribía de noche. A las diez de la mañana, que era cuando nos juntábamos, todos los miércoles, en una canchas de Palermo, el Gordo se iba a dormir. Para él esa era una hora pornográfica.

 Fue una pena que el Gordo no pudiera integrarse a esas parrandas. Pero vivir de noche le servía de coartada para que nunca nadie lo viera jugar, por más que él contaba sus hazañas, que eran como las de Messi hoy.

-Nadie lo vio jugar, pero cómo le gustaba y escribía sobre fútbol.

-Fue una pasión que compartimos mucho, a tal punto que una vez me hizo una trampa. Cuando escribí El fútbol a sol y sombra él quería que pusiera que el mayor goleador de toda la historia del fútbol argentino había sido José Sanfilippo, jugador de San Lorenzo, el equipo del Gordo, y también de Nacional, que era mi equipo.

Soriano decía que aquello era un justo homenaje. Pero el tema es que no era verdad. El mayor goleador había sido, en aquella fecha cuando se publicó el libro, el paraguayo Arsenio Erico, que metía más de cuarenta goles por temporada. El punto es que el Gordo me tendió esa trampa para ver si yo caía y por suerte no caí. Después se mataba de la risa.

-Pero en ese libro hay un texto de Soriano, ¿no?

-Sí, y creo que es la mejor página del libro. Se trata de una carta que él me escribe contándome, justamente, un gol de Sanfilippo, un gol imaginario, porque se trata de un gol en medio de un supermercado, que es en lo que se transformó la cancha de San Lorenzo.

 En la carta, el Gordo cuenta cómo Sanfilippo elude góndolas y termina haciendo un gol donde están las cajas. Es un texto lindísimo y para mí es lindísimo que ese libro haya querido también ser suyo.

-¿Por qué “Los hijos de los días”, su libro más reciente, tiene la forma de un calendario? ¿Esta estructura no lo condicionaba un poco?

-El título tiene que ver con El Génesis según los mayas, quienes dicen que el tiempo funda el espacio. “Y los días se echaron a caminar. Y ellos, los días, nos hicieron. Y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida”.

 Eso es lo que escribí a modo de introducción. En este sentido los mayas no se equivocaron. Yo creo que fuimos nacidos hijos de los días, porque cada día tiene una historia y nosotros somos las historias que vivimos, las que imaginamos, las que nos esperan.

A partir de creer en esto surge luego el formato, la estructura libro-calendario, que en parte sí me encadenó a una forma pero no al ángulo que podía darle a cada historia. Siempre digo como ejemplo que, visto desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.

En Los hijos de los días hay una estructura fija pero que varía según el foco de cada historia. Cuando tuve claro que era una idea que servía y que podía convertirse en un libro, las historias empezaron a llegar solas, tocándome la espalda para que las contara.

-¿Pero la historia del 29 de febrero le tocó la espalda o la tuvo que buscar a sol y sombra?

-Eso está bien, porque todavía no dijimos que el libro tiene 366 historias y no 365. Esto fue más por cábala que por otra cosa, porque sentí que me iba a dar más suerte si lo hacía bisiesto, como el año en el que estamos.

-Pero insisto, el 29 de febrero es un día raro y rara debe haber sido la búsqueda de esa historia...

-Es un día raro porque tiene la manía de fugarse del almanaque cada cuatro años. Pero sí, lo confieso, no fue fácil encontrar una historia que ocurriera un 29 de febrero. Ahora, mirá cómo son las cosas que la encontré de pura casualidad leyendo un libro de la historia del cine.

 Releyendo algo del año en el que yo nací, 1940, que también era bisiesto, encontré que Hollywood había otorgado ese día casi todos los premios Oscar, ocho en total, a la película Lo que el viento se llevó , que es claramente una película racista o al menos un himno de nostalgia por la esclavitud perdida.

Para mí, en ese día raro, no fue raro que Hollywood continuara con su tradición racista en el cine, ya que el primer gran éxito del cine mudo estadounidense fue la película El nacimiento de una nación , realizada por David Griffith, quien cuenta el nacimiento de Estados Unidos, claro está, pero que en el fondo se trata de un himno al Ku Klux Klan.

Fijate que en la misma época en que colgaban a los negros de los árboles por el delito de haber mirado a una mujer blanca, Griffith estrena en la Casa Blanca The Birth of a Nation , una película cuyos textos de subtítulos fueron escritos por el mismísimo presidente de los Estados Unidos, el señor Woodrow Wilson, un tipo al que se veneraba como un campeón de la libertad, un tipo que decía que Dios había enviado al Ku Klux Klan para salvar a la civilización occidental y cristiana que estaba siendo amenazada por la libertad de los negros.

-El racismo, el machismo, el militarismo... hace tiempo que estos temas se han vuelto obsesivos en su obra y en “Los hijos de los días” no se quedan atrás.

-Sí, son mis obsesiones, porque el machismo, el racismo, el elitismo, el militarismo y otros ismos nos han ido dejando ciegos de nosotros mismos. Ignoramos la plenitud de la belleza que nos rodea. Siempre digo lo mismo: tenemos que recuperar el arco iris terrestre, que para mí es lo más importante de todo, porque tiene muchos más fulgores y colores que el arco iris celeste.

El arco iris terrestre somos tú y yo, somos todos nosotros, los humanitos, un arco iris mutilado por todo esto que hablamos, el machismo, el elitismo o el militarismo, que hoy por hoy se refleja en un hecho muy concreto: el mundo está destinando tres millones de dólares, por minuto, a la industria militar, que es el nombre artístico de la industria de la muerte, mientras que al mismo tiempo, por minuto, mueren de hambre o de alguna enfermedad curable quince niños.

-¿Pero no siente que recuperar ese arco iris es como ir a una pelea condenada o pautada de antemano al knock out?

-No, porque creo en la fe de la condición humana y en esa fiesta que puede ser la vida, arruinada por los amos del mundo, pero que sigue siendo una fiesta posible. Por eso todo lo que escribo está impregnado en esa fe en el otro, de lo contrario sería lúgubre, sería pura denuncia. Si uno ama de veras la vida es lógico que combata a lo que se opone a que la vida florezca. Sería muy hipócrita que yo propusiera la vida como una fiesta sin oponerme a los enemigos de esa fiesta.

-El año pasado se cumplieron cuarenta años de la edición de “Las venas abiertas de América Latina” y en éste se cumplen los treinta de “Memoria del fuego”, dos de sus títulos más emblemáticos. Sin embargo, hace poco usted dijo que con “Las venas...” le pasa lo mismo que a Quino con Mafalda...

-Es que uno siempre tiene orgullo de sus hijos pero a veces los querés agarrar del cuello. Es decir, para mí es una satisfacción enorme haber escrito un libro que sobrevivió a más de una generación y que sigue estando vigente, pero a la vez me genera una enorme tristeza porque el mundo no ha cambiado en nada. Para mí sería mejor que ese libro estuviera en un museo de arqueología junto a las momias egipcias, pero no es así.

La gente, no toda pero mucha, me identifica con ese libro y eso es como si me invitaran a morir. Es como si no hubiese escrito nada más desde la década de 1970. Y no es así, después de eso escribí mucho y cambié mucho. Pero bueno, es un libro que corrió con distintas suertes: perdió el concurso de Casa de las Américas, la primera edición nadie la compraba y así anduvo más de un año.

Todo hasta que la dictadura militar me hizo el inmenso favor de prohibirlo, y no hay mejor publicidad que la prohibición. Otra de las paradojas que tuvo Las venas... fue que en Uruguay entró libremente en las prisiones militares durante los primeros seis meses de la dictadura. Los censores no entendían un pito y creyeron que era un tratado de anatomía, y como los libros de medicina no estaban prohibidos, Las venas... entró. Eso fue hasta que alguno se despabiló y dijo que había que quemarlo.

-Y “Memoria del fuego” es, por lejos…
-El esfuerzo mayor.

-Y una obra…
-Muy ambiciosa.

-Y bien lograda.

-Bueno, creo que al menos no fue un fracaso, que valió la pena. Me llevó diez años de trabajo y en total mil páginas que abarcan toda la historia de América vista desde el ojo de la cerradura. Mejor dicho, la historia grande vista desde las historias chiquitas.

 Ese libro fue el que me abrió el camino que después desarrollé en Patas arriba , Bocas del tiempo , Espejos . Un camino en el que tengo la certeza de que el internacionalismo vale la pena.

No la globalización, porque se confunde cada vez más con la dictadura universal del dinero, pero sí el internacionalismo en el sentido de que puedo ser compatriota de otra gente nacida en otro suelo muy distante del mío y de que puedo ser contemporáneo de gente nacida en tiempos remotos.

-Diez años y mil páginas. Eso hace 30 años. Imagino que debe haber implicado un esfuerzo enorme, al menos en lo que se refiere a documentación e investigación.

-Sí, porque fue escrito en una época en la que no existía Internet. Es decir, yo estaba condenado a vagar de biblioteca en biblioteca, tomando apuntes.

En eso el exilio me ayudó, porque a pesar de que la dictadura uruguaya me negaba el pasaporte, viajaba con uno que había conseguido de Naciones Unidas, que era un pasaporte con dos rayitas negras, que era el que se usaba para los terroristas. Imaginate, siempre me sacaban de la fila, pero peor era nada.

Con eso conseguí viajar mucho y participar en actos solidarios a beneficio de las familias de los prisioneros políticos latinoamericanos. Eso me obligaba a andar mucho y en cada destino encontraba justamente lo que no había buscado.

-A propósito de este periplo junto a familiares de desaparecidos y detenidos políticos, ¿cómo ve la paradoja de que haya sido el presidente José Mujica quien haya tenido que asumir la responsabilidad del Estado por la desaparición de María Claudia García de Gelman?

-Me pareció un buen discurso y además, lo que hizo el gobierno de Uruguay fue cumplir con una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero eso es una cosa y otra es confundir las barbaridades que pudieron haber cometido o no grupos guerrilleros.

Para mí no se puede confundir esto con el aparato feroz que montó el terrorismo de Estado en nuestros países al servicio del mercado común de la muerte. Dicho sea de paso, en Los hijos de los días hay una historia que me contó Macarena Gelman y que yo la escribí con su permiso, que es la historia de sus pesadillas.

Una historia muy terrible pero de una rara hermosura, porque se trata de una continuidad entre una madre y su niña que sueña las pesadillas que su madre había vivido mientras la estaba modelando en su vientre.

-Antes de comenzar la entrevista dijo que “Los hijos de los días” tuvo once versiones y que fue Helena Villagra, su mujer, la lectora más cariñosa e implacable del libro. ¿Qué lectura hace usted de sí mismo?

-La de mi vida, porque mi vida está en los libros que escribí.

-Pero antes dijo que si lo recuerdan sólo por “Las venas...” es como si lo invitaran a morir. En este sentido, dado su trayectoria y reconocimiento internacional, ¿ha tenido muchas propuestas de contar su vida?

-Sí, muchas, pero vuelvo a decir lo mismo: mi vida está en los libros que escribí y en los que voy escribiendo. Para mí una biografía o autobiografía sería redundante. Me aburriría. Yo, como tema central, me aburriría. A mí me gusta más sentir que formo parte de algo más tentador, más confuso, más amplio, hondo y contradictorio que yo mismo.

-¿Qué cosa que sabe que hizo mal o que fue mal vista por los demás volvería a repetir?


-No, eso no te lo podría decir, sobre todo porque no me he puesto a hacer ese tipo de balances.

Viví la vida que viví y la sigo viviendo con sus luces y sus sombras. Sinceramente no puedo distinguir una frontera nítida en la que haya guardias aduaneros que controlen el paso de lo que estuvo bien o mal, ni cuál es la zona de los errores y cuál la de los aciertos.

No sé cuál es mi cielo ni mi infierno porque esas discusiones no coinciden con la realidad que conozco. El cielo y el infierno están dentro de nosotros mismos y cada uno sabe cómo manejar cuando uno u otro se desata.

-Según “Los hijos de los días” el tiempo funda el espacio, somos hijos de los días pero sobre todo del tiempo. Luego de tantos cielos e infiernos, ¿qué le pediría al tiempo?


-No te podría contestar eso... Nada. No sé. Quizá me suscribiría a una frase de Rita Levi Montalcini, esa mujer que en los tiempos duros de la dictadura de Mussolini estudió las fibras nerviosas y lo hizo escondida en el baño de su casa. Años más tarde, en 1986, recibió el Premio Nobel de Medicina y dijo: “El cuerpo se me arruga, pero el cerebro no. Cuando sea incapaz de pensar, sólo quiero que me ayuden a morir con dignidad”. ¿Qué es lo que yo le pediría al tiempo? Eso, que me permita morir con dignidad.

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