Sentado en su mesa de siempre del Café Brasilero, un boliche que
desde 1877 tiene en cada uno de sus rincones el murmullo poético de los
hombres que creen en quimeras, el escritor uruguayo Eduardo Galeano
conversó con Ñ de su trabajo más reciente: Los hijos de los días,
un libro-calendario con 366 historias que se escapan de las
convenciones literarias y componen un caleidoscopio histórico que va
desde Adán y Eva a las islas Malvinas, pasando por las pesadillas de
Macarena Gelman a los sueños de Rita Levi Montalcini.
Entre uno y otro café, el autor de Las venas abiertas de América Latina dejó
que sus palabras se confundieran con el silencio y buscó que fueran los
gestos los que encontraban una respuesta para hablar de esos amigos
entrañables que ya no están pero que todavía gambetean en su memoria
como si fuesen derecho al arco: algunos metiendo un gol en el ángulo y
otros mordiendo el polvo de un penal que nunca le cobraron.
Así, de a ratos, Galeano fue recordando a Osvaldo Soriano y Haroldo Conti; fue hablando de la revista Crisis y de sus largos años en el exilio, en el que parió su trilogía Memoria del fuego.
Juntando las puntas de sus dedos una y otra vez, como si estuviera
subrayando sobre la mesa cada una de sus ideas, este hombre de 71 años
de edad fue remarcando sin vacilaciones sus obsesiones, poniéndole
nombre propio a esos personajes que la historia oficial ha olvidado
sistemáticamente pero que para él son los verdaderos e imprescindibles
protagonistas de la historia.
Con una sonrisa que en su rostro no hace más que dibujar el goce que siente por la vida, el autor de El libro de los abrazos
se mostró tal como es y abrazó con su mirada todo lo que le rodeaba,
entrecerrando sus ojos intensamente celestes apenas una o dos veces,
como si de lejos le llegara la música que un viejo organillero toca
desde alguna plaza de Ciudad Vieja y que a él le traen historias para
contar y ser contadas.
-Si bien viaja seguido a Buenos
Aires, la Feria del Libro no es un lugar que lo tenga como habitué. ¿Qué
lo tentó a viajar ahora?
-Es verdad, hace mucho tiempo que
no voy a la Feria y no recuerdo cuánto hace de eso. ¿Qué me tentó?
No
lo sé. Creo que esto mismo, esto de no ir hace mucho tiempo porque, por
lo demás, es decir por mi contacto o comunicación con los argentinos,
con los lectores argentinos y con toda la gente, eso que llaman público,
que es una palabra complicada de usar porque parece que uno estuviera
vendiendo un espectáculo y no es así, siempre ha sido excelente y muy
intensa, muy verdadera.
El año pasado, por ejemplo, estuve en Tucumán,
Jujuy y otros lugares y fue realmente increíble, porque tuve la
sensación, y además sentí, que las palabras pueden tener dedos, es
decir, que tocan a quien las lee y que esa relación casi física de la
palabra con el lector vibra con mucha intensidad.
Esto lo siento cada
vez que cruzo el charco y me reencuentro con ese país que también siento
que es mío.
-¿Por qué?
-Por muchas cosas,
pero al fin y al cabo por una experiencia que para mí fue formidable: la
revista Crisis, que fundé y dirigí casi hasta el final. Con Crisis
queríamos demostrar que la cultura popular existía, que la cultura no
era la que las voces del poder señalaban como tal sino que era otra cosa
con fuerza propia y que lograba expresar una memoria colectiva.
-Crisis no fue sólo una revista cultural emblemática sino también una revista cultural que se vendía y mucho.
-Algo que era raro, sí. Es cierto, Crisis se
vendía muchísimo y no te miento si te digo que llegamos a vender más de
35 mil ejemplares. Eso fue antes de que la crisis económica se llevara
por delante a la revista Crisis. En un punto se hizo insostenible seguir
adelante porque el precio del papel impreso no compensaba el costo del
papel desnudo.
Parece mentira que una revista que daba superávit y que
pagaba sueldos decorosos a un equipo muy mínimo de gente no se pudiera
bancar más. Pero así fue y así se fue una de las más lindas funciones
que tuve y que muchos teníamos: reivindicar una manera de promover la
cultura, una manera que no era la tradicional.
Como dije recién, en
Crisis creíamos que la cultura era una forma de comunicación o no era
nada, por lo tanto, de lo que se trataba era de comunicarse.
-Pero comunicarse implica un ida y vuelta. ¿Eso lo logró?
-Sí,
porque nosotros no sólo escribíamos para ser leídos, también tratábamos
de recoger las voces de la calle y de la realidad y en eso sí que hubo
idas y vueltas. Mientras la revista duró sus 40 números, que por cierto
dejaron una huella dentro y fuera del país, lo logramos.
Fue una
experiencia exitosa, porque pudimos darle su espacio a las voces jamás
escuchadas o rara vez escuchadas. Por eso siempre digo que discrepo con
mis buenos amigos de la Teología de la Liberación cuando dicen que
quieren ser la voz de los que no tienen voz. Eso no es así. Todos
tenemos voz y algo que decir, algo que merece ser escuchado, celebrado o
perdonado por los demás.
-¿Qué compañero de aquel equipo recuerda ahora?
-Haroldo
Conti, mi hermano del alma, con quien compartí un barquito en el Tigre.
De hecho tenía la llave de su casa en la isla. A Conti que, como se
sabe ahora, fue secuestrado, torturado y asesinado por la dictadura. Lo
deshicieron en la tortura y después lo arrojaron al agua. Conti, que
había sido el gran escritor del río, terminó comido por los tiburones.
-¿Y Osvaldo Soriano? Se lo pregunto porque hace muy poco se cumplieron los 15 años de su muerte y sé que fueron amigos.
-Sí,
un amigo entrañable. El Gordo era una maravilla. Nos entendíamos
riendo. Soriano, además de ser un espléndido escritor dotado con una
gran capacidad de comunicación, algo que para algunos académicos
resultaba pecaminoso, era un tipo muy querido y querible. No había quien
no lo adorara al Gordo.
-¿Pero, en cierto modo, esa
popularidad no lo lastimó un poco a Soriano? No él a sí mismo, pero el
marketing que las editoriales montaron sobre su figura.
-Sí,
lo lastimó, pero no un poco sino mucho. El éxito le hizo daño al Gordo.
Pero no porque él escribiera para vender o para ser exitoso sino porque
empezó a firmar contratos esclavistas que lo obligaban a entregar un
libro nuevo en una fecha determinada y con determinadas páginas. Eso que
para él había sido un placer, me refiero al hecho de escribir, se fue
convirtiendo en un deber. Eso le minó la salud. Pero bueno, para mí será
siempre aquel amigo con el que nos quitábamos la palabra para ver quién
mentía mejor y con más ganas.
-Y para ver quién sabía más
de fútbol, ¿no? ¿Es cierto que nunca lo pudo llevar a los partidos que
Crisis hacía contra otros escritores?
-Es cierto. Nunca
pude convencerlo de ir, sobre todo por el horario, porque el Gordo vivía
de noche y escribía de noche. A las diez de la mañana, que era cuando
nos juntábamos, todos los miércoles, en una canchas de Palermo, el Gordo
se iba a dormir. Para él esa era una hora pornográfica.
Fue una pena
que el Gordo no pudiera integrarse a esas parrandas. Pero vivir de noche
le servía de coartada para que nunca nadie lo viera jugar, por más que
él contaba sus hazañas, que eran como las de Messi hoy.
-Nadie lo vio jugar, pero cómo le gustaba y escribía sobre fútbol.
-Fue
una pasión que compartimos mucho, a tal punto que una vez me hizo una
trampa. Cuando escribí El fútbol a sol y sombra él quería que pusiera
que el mayor goleador de toda la historia del fútbol argentino había
sido José Sanfilippo, jugador de San Lorenzo, el equipo del Gordo, y
también de Nacional, que era mi equipo.
Soriano decía que aquello era un
justo homenaje. Pero el tema es que no era verdad. El mayor goleador
había sido, en aquella fecha cuando se publicó el libro, el paraguayo
Arsenio Erico, que metía más de cuarenta goles por temporada. El punto
es que el Gordo me tendió esa trampa para ver si yo caía y por suerte no
caí. Después se mataba de la risa.
-Pero en ese libro hay un texto de Soriano, ¿no?
-Sí,
y creo que es la mejor página del libro. Se trata de una carta que él
me escribe contándome, justamente, un gol de Sanfilippo, un gol
imaginario, porque se trata de un gol en medio de un supermercado, que
es en lo que se transformó la cancha de San Lorenzo.
En la carta, el
Gordo cuenta cómo Sanfilippo elude góndolas y termina haciendo un gol
donde están las cajas. Es un texto lindísimo y para mí es lindísimo que
ese libro haya querido también ser suyo.
-¿Por qué “Los
hijos de los días”, su libro más reciente, tiene la forma de un
calendario? ¿Esta estructura no lo condicionaba un poco?
-El
título tiene que ver con El Génesis según los mayas, quienes dicen que
el tiempo funda el espacio. “Y los días se echaron a caminar. Y ellos,
los días, nos hicieron. Y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los
días, los averiguadores, los buscadores de la vida”.
Eso es lo que
escribí a modo de introducción. En este sentido los mayas no se
equivocaron. Yo creo que fuimos nacidos hijos de los días, porque cada
día tiene una historia y nosotros somos las historias que vivimos, las
que imaginamos, las que nos esperan.
A partir de creer en esto surge
luego el formato, la estructura libro-calendario, que en parte sí me
encadenó a una forma pero no al ángulo que podía darle a cada historia.
Siempre digo como ejemplo que, visto desde el punto de vista de una
lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.
En Los hijos de los días
hay una estructura fija pero que varía según el foco de cada historia.
Cuando tuve claro que era una idea que servía y que podía convertirse en
un libro, las historias empezaron a llegar solas, tocándome la espalda
para que las contara.
-¿Pero la historia del 29 de febrero le tocó la espalda o la tuvo que buscar a sol y sombra?
-Eso
está bien, porque todavía no dijimos que el libro tiene 366 historias y
no 365. Esto fue más por cábala que por otra cosa, porque sentí que me
iba a dar más suerte si lo hacía bisiesto, como el año en el que
estamos.
-Pero insisto, el 29 de febrero es un día raro y rara debe haber sido la búsqueda de esa historia...
-Es
un día raro porque tiene la manía de fugarse del almanaque cada cuatro
años. Pero sí, lo confieso, no fue fácil encontrar una historia que
ocurriera un 29 de febrero. Ahora, mirá cómo son las cosas que la
encontré de pura casualidad leyendo un libro de la historia del cine.
Releyendo algo del año en el que yo nací, 1940, que también era
bisiesto, encontré que Hollywood había otorgado ese día casi todos los
premios Oscar, ocho en total, a la película Lo que el viento se llevó ,
que es claramente una película racista o al menos un himno de nostalgia
por la esclavitud perdida.
Para mí, en ese día raro, no fue raro que
Hollywood continuara con su tradición racista en el cine, ya que el
primer gran éxito del cine mudo estadounidense fue la película El
nacimiento de una nación , realizada por David Griffith, quien cuenta el
nacimiento de Estados Unidos, claro está, pero que en el fondo se trata
de un himno al Ku Klux Klan.
Fijate que en la misma época en que
colgaban a los negros de los árboles por el delito de haber mirado a una
mujer blanca, Griffith estrena en la Casa Blanca The Birth of a Nation ,
una película cuyos textos de subtítulos fueron escritos por el
mismísimo presidente de los Estados Unidos, el señor Woodrow Wilson, un
tipo al que se veneraba como un campeón de la libertad, un tipo que
decía que Dios había enviado al Ku Klux Klan para salvar a la
civilización occidental y cristiana que estaba siendo amenazada por la
libertad de los negros.
-El racismo, el machismo, el
militarismo... hace tiempo que estos temas se han vuelto obsesivos en su
obra y en “Los hijos de los días” no se quedan atrás.
-Sí,
son mis obsesiones, porque el machismo, el racismo, el elitismo, el
militarismo y otros ismos nos han ido dejando ciegos de nosotros mismos.
Ignoramos la plenitud de la belleza que nos rodea. Siempre digo lo
mismo: tenemos que recuperar el arco iris terrestre, que para mí es lo
más importante de todo, porque tiene muchos más fulgores y colores que
el arco iris celeste.
El arco iris terrestre somos tú y yo, somos todos
nosotros, los humanitos, un arco iris mutilado por todo esto que
hablamos, el machismo, el elitismo o el militarismo, que hoy por hoy se
refleja en un hecho muy concreto: el mundo está destinando tres millones
de dólares, por minuto, a la industria militar, que es el nombre
artístico de la industria de la muerte, mientras que al mismo tiempo,
por minuto, mueren de hambre o de alguna enfermedad curable quince
niños.
-¿Pero no siente que recuperar ese arco iris es como ir a una pelea condenada o pautada de antemano al knock out?
-No,
porque creo en la fe de la condición humana y en esa fiesta que puede
ser la vida, arruinada por los amos del mundo, pero que sigue siendo una
fiesta posible. Por eso todo lo que escribo está impregnado en esa fe
en el otro, de lo contrario sería lúgubre, sería pura denuncia. Si uno
ama de veras la vida es lógico que combata a lo que se opone a que la
vida florezca. Sería muy hipócrita que yo propusiera la vida como una
fiesta sin oponerme a los enemigos de esa fiesta.
-El año
pasado se cumplieron cuarenta años de la edición de “Las venas abiertas
de América Latina” y en éste se cumplen los treinta de “Memoria del
fuego”, dos de sus títulos más emblemáticos. Sin embargo, hace poco
usted dijo que con “Las venas...” le pasa lo mismo que a Quino con
Mafalda...
-Es que uno siempre tiene orgullo de sus hijos
pero a veces los querés agarrar del cuello. Es decir, para mí es una
satisfacción enorme haber escrito un libro que sobrevivió a más de una
generación y que sigue estando vigente, pero a la vez me genera una
enorme tristeza porque el mundo no ha cambiado en nada. Para mí sería
mejor que ese libro estuviera en un museo de arqueología junto a las
momias egipcias, pero no es así.
La gente, no toda pero mucha, me
identifica con ese libro y eso es como si me invitaran a morir. Es como
si no hubiese escrito nada más desde la década de 1970. Y no es así,
después de eso escribí mucho y cambié mucho. Pero bueno, es un libro que
corrió con distintas suertes: perdió el concurso de Casa de las
Américas, la primera edición nadie la compraba y así anduvo más de un
año.
Todo hasta que la dictadura militar me hizo el inmenso favor de
prohibirlo, y no hay mejor publicidad que la prohibición. Otra de las
paradojas que tuvo Las venas... fue que en Uruguay entró libremente en
las prisiones militares durante los primeros seis meses de la dictadura.
Los censores no entendían un pito y creyeron que era un tratado de
anatomía, y como los libros de medicina no estaban prohibidos, Las
venas... entró. Eso fue hasta que alguno se despabiló y dijo que había
que quemarlo.
-Y “Memoria del fuego” es, por lejos…
-El esfuerzo mayor.
-Y una obra…
-Muy ambiciosa.
-Y bien lograda.
-Bueno,
creo que al menos no fue un fracaso, que valió la pena. Me llevó diez
años de trabajo y en total mil páginas que abarcan toda la historia de
América vista desde el ojo de la cerradura. Mejor dicho, la historia
grande vista desde las historias chiquitas.
Ese libro fue el que me
abrió el camino que después desarrollé en Patas arriba , Bocas del
tiempo , Espejos . Un camino en el que tengo la certeza de que el
internacionalismo vale la pena.
No la globalización, porque se confunde
cada vez más con la dictadura universal del dinero, pero sí el
internacionalismo en el sentido de que puedo ser compatriota de otra
gente nacida en otro suelo muy distante del mío y de que puedo ser
contemporáneo de gente nacida en tiempos remotos.
-Diez
años y mil páginas. Eso hace 30 años. Imagino que debe haber implicado
un esfuerzo enorme, al menos en lo que se refiere a documentación e
investigación.
-Sí, porque fue escrito en una época en la
que no existía Internet. Es decir, yo estaba condenado a vagar de
biblioteca en biblioteca, tomando apuntes.
En eso el exilio me ayudó,
porque a pesar de que la dictadura uruguaya me negaba el pasaporte,
viajaba con uno que había conseguido de Naciones Unidas, que era un
pasaporte con dos rayitas negras, que era el que se usaba para los
terroristas. Imaginate, siempre me sacaban de la fila, pero peor era
nada.
Con eso conseguí viajar mucho y participar en actos solidarios a
beneficio de las familias de los prisioneros políticos latinoamericanos.
Eso me obligaba a andar mucho y en cada destino encontraba justamente
lo que no había buscado.
-A propósito de este periplo
junto a familiares de desaparecidos y detenidos políticos, ¿cómo ve la
paradoja de que haya sido el presidente José Mujica quien haya tenido
que asumir la responsabilidad del Estado por la desaparición de María
Claudia García de Gelman?
-Me pareció un buen discurso y
además, lo que hizo el gobierno de Uruguay fue cumplir con una sentencia
de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Pero eso es una cosa y
otra es confundir las barbaridades que pudieron haber cometido o no
grupos guerrilleros.
Para mí no se puede confundir esto con el aparato
feroz que montó el terrorismo de Estado en nuestros países al servicio
del mercado común de la muerte. Dicho sea de paso, en Los hijos de los
días hay una historia que me contó Macarena Gelman y que yo la escribí
con su permiso, que es la historia de sus pesadillas.
Una historia muy
terrible pero de una rara hermosura, porque se trata de una continuidad
entre una madre y su niña que sueña las pesadillas que su madre había
vivido mientras la estaba modelando en su vientre.
-Antes
de comenzar la entrevista dijo que “Los hijos de los días” tuvo once
versiones y que fue Helena Villagra, su mujer, la lectora más cariñosa e
implacable del libro. ¿Qué lectura hace usted de sí mismo?
-La de mi vida, porque mi vida está en los libros que escribí.
-Pero
antes dijo que si lo recuerdan sólo por “Las venas...” es como si lo
invitaran a morir. En este sentido, dado su trayectoria y reconocimiento
internacional, ¿ha tenido muchas propuestas de contar su vida?
-Sí,
muchas, pero vuelvo a decir lo mismo: mi vida está en los libros que
escribí y en los que voy escribiendo. Para mí una biografía o
autobiografía sería redundante. Me aburriría. Yo, como tema central, me
aburriría. A mí me gusta más sentir que formo parte de algo más
tentador, más confuso, más amplio, hondo y contradictorio que yo mismo.
-¿Qué cosa que sabe que hizo mal o que fue mal vista por los demás volvería a repetir?
-No,
eso no te lo podría decir, sobre todo porque no me he puesto a hacer
ese tipo de balances.
Viví la vida que viví y la sigo viviendo con sus
luces y sus sombras. Sinceramente no puedo distinguir una frontera
nítida en la que haya guardias aduaneros que controlen el paso de lo que
estuvo bien o mal, ni cuál es la zona de los errores y cuál la de los
aciertos.
No sé cuál es mi cielo ni mi infierno porque esas discusiones
no coinciden con la realidad que conozco. El cielo y el infierno están
dentro de nosotros mismos y cada uno sabe cómo manejar cuando uno u otro
se desata.
-Según “Los hijos de los días” el tiempo
funda el espacio, somos hijos de los días pero sobre todo del tiempo.
Luego de tantos cielos e infiernos, ¿qué le pediría al tiempo?
-No
te podría contestar eso... Nada. No sé. Quizá me suscribiría a una
frase de Rita Levi Montalcini, esa mujer que en los tiempos duros de la
dictadura de Mussolini estudió las fibras nerviosas y lo hizo escondida
en el baño de su casa. Años más tarde, en 1986, recibió el Premio Nobel
de Medicina y dijo: “El cuerpo se me arruga, pero el cerebro no. Cuando
sea incapaz de pensar, sólo quiero que me ayuden a morir con dignidad”.
¿Qué es lo que yo le pediría al tiempo? Eso, que me permita morir con
dignidad.