Blake Bailey: “Los académicos no entienden a Cheever”
El 18 de junio se cumplen 30 años de la muerte de John Cheever y aquí, su biógrafo, explica por qué no se enseña en las universidades y devela la intimidad de quien fuera el “Chéjov americano”.
POR Andres Hax
Al final de su vida, el escritor estadounidense John Cheever era
uno de los autores más famosos de su país.
Había salido en las tapas de Time y Newsweek, celebrado como el “Chéjov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el pueblo donde vivía). Sus cuentos completos, publicados en 1978, ganaron un Pulitzer y fueron un best-séller. Cuando se murió de cáncer en 1982, a los 70 años, fue despedido en la tapa de los diarios. John Updike, hablando en el funeral, lo describió como el “principal fabulista de su generación”. Hoy, Cheever ha caído de ese podio.
Para citar sólo un dato, sus cuentos completos venden menos de 5.000 ejemplares por año en los Estados Unidos. Pero las reputaciones literarias a veces son cíclicas y tal vez ya sea el momento que la estrella de Cheever vuelva a subir.
Y si es así, un factor central en su reevaluación será la monumental biografía de Blake Bailey, John Cheever: una vida que fue publicada en 2009 y que ahora ha aparecido –milagrosamente– en las librerías argentinas en una edición española (Duomo, 2010). De casi 800 páginas, el tomo de Bailey aspira a convertirse en un clásico de la biografía literaria.
Aunque Cheever escribió cinco novelas (todas hacia el fin de su carrera) si perdura en el panteón de la literatura universal –junto a Chéjov y Ovidio– será por un puñado de cuentos situados en los arbolados y luminosos suburbios del nordeste estadounidense de la posguerra.
Como los cuadros de Edward Hopper, los cuentos de Cheever, antes que nada, son celebraciones de luz (en el prólogo de sus cuentos completos, por ejemplo, Cheever dice que los relatos tratan de “un mundo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba llena de luz del río”).
Pero también, como los cuadros de Hopper, la literatura de Cheever muestra la insoportable soledad y angustia de individuos situados en un paisaje que, por sus apariencias, tendría que ser paradisíaco. Todo pareciera estar muy bien. Todo está muy mal.
Y así fue, tal cual –y yendo al grano del asunto– la vida misma de John Cheever: una pesadilla escondida dentro de un idilio. La vida de Cheever, pública y familiar, era una gran simulación.
Para su esposa, hijos, amigos y colegas, John Cheever era un orgulloso burgués de la clase media-alta: un paterfamilias con gustos convencionales y aires semi-aristocráticos que se ganaba la vida dignamente vendiendo cuentos cortos a la revista The New Yorker.
Pero la verdad, ocultada durante toda su vida, es que Cheever era un angustiadísimo bisexual con inabarcables apetitos sexuales. Podía ser cruel, manipulador, egoísta, mezquino y narcisista. No sólo eso: también era un alcohólico in extremis.
De la misma manera que Cheever tuvo una vida oculta, también tuvo una obra oculta: sus diarios íntimos, que en su totalidad abarcan más de 4.300 páginas tipiadas (una selección fue publicada como libro en 1991 y puede conseguirse la traducción al castellano).
Solía escribir esas notas a primera hora de la mañana, desperezándose de la violenta resaca de ginebra, y funcionaban como modo de almacenar impresiones y epifanías que usaría después en su ficción.
También detallaba, en sórdido detalle, la minucia más íntima y escatológica de su vida: por ejemplo sus sesiones masturbatorias y su crónica frustración por el diminuto tamaño de su pene.
Los tres hijos de Cheever dieron a Blake Bailey acceso completo a los archivos familiares, incluyendo una copia completa de los diarios. De allí comenzó su trabajo que fue complementado por cientos de entrevistas y un colosal trabajo de archivo.
Lo que les convenció a los hijos de Cheever de que Bailey era la persona indicada para la tarea fue su primera biografía sobre Richard Yates, otro escritor de los trágicos suburbios alcohólicos de la posguerra estadounidense.
Vale la pena mencionar que Cheever, una vida obtuvo el premio Francis Parkman en 2010. Poco conocido pero muy prestigioso, a este Premio lo entrega la Sociedad de Historiadores Americanos desde 1958. Resulta notable ya que el premio se otorga por distinción literaria en la escritura histórica.
Es decir, la obra de Bailey fue considerada el mejor trabajo –y el mejor escritor– sobre un tema histórico publicado durante 2009. Nunca hasta ahora lo había recibido una biografía literaria. Sobre este libro habló Bailey por teléfono desde Virginia, donde enseña escritura creativa.
-¿Los diarios de Cheever se pueden considerar como una de las grandes obras de la literatura estadounidense del siglo XX?
-Hay personas que dicen que son lo mejor que escribió. No estoy de acuerdo con eso, pero creo que es un documento asombroso, por una variedad de razones. Me parece asombroso que Cheever, aún cuando estaba escribiendo con su mano izquierda –y de esa manera entraba en calor por las mañanas para luego continuar con su escritura de prosa– pareciera escribir sin esfuerzo alguno.
-¿Y cómo es la persona que uno conoce a través de los diarios?
-Cheever fue un hombre sin amigos íntimos. Su persona pública es una fachada completamente construida. Es un tipo muy encantador y es muy popular entre sus vecinos en Westchester. Pero nadie sabía quién era. Y él no podía hablar con nadie. No podía hablar tampoco con su familia. No tenía amigos íntimos, salvo unos rusos que conoció en un viaje de una o dos semanas. Entonces lo mete todo en sus diarios.
El lector puede ver unas cosas bien bizarras que suceden sobre la página. Un hombre cuyo ser está totalmente en conflicto con su imagen pública. Y en gran parte, no podía ser más misántropo y oscuro. Pero al mismo tiempo está luchando con eso. Es una dialéctica que tiene consigo mismo. Y en los diarios hay un laboratorio para sus ficciones. Continuamente sus diarios se van convirtiendo en textos de ficción.
-La relación de Cheever con The New Yorker fue bastante complicada. Sentía, con el pasar de los años, resentimiento por las restricciones de esa revista. ¿Pero no era, en realidad, el formato ideal para su talento?
-Por un lado, escribir para The New Yorker le impuso una disciplina a Cheever. Especialmente el New Yorker de los años 30 y de los 40. De la camada de Irwin Shaw, por ejemplo... Eso de escribir como Chéjov, de escribir diálogo elíptico donde nada se refiere al punto central del cuento. Eso de no escribir un principio, medio y final tradicional sino tomar un momento específico, un detalle de la vida y dejarlo resonar.
Pero Cheever evolucionó de ese modelo. Cuando por frustración se salía de ese formato escribió sus mejores cuentos, como “Goodbye My Brother” o “The Country Husband”. Y siempre le sorprendía cuando The New Yorker aceptaba esos cuentos. Porque estaba luchando contra las restricciones del género.
Finalmente, cuando comenzó a hacer cosas realmente extrañas y surreales, ya en ese momento rechazaron su trabajo en The New Yorker. Pero ya a esa altura Cheever pudo tener la última palabra porque era lo suficientemente famoso como para vender su trabajo a otras revistas.
-¿Cuál es la función principal de una biografía literaria?
-El desafío principal es mantener un equilibrio entre la narración y las exposiciones críticas sobre las obras. Obviamente, uno está escribiendo sobre un escritor y tiene que hacerle justicia a sus logros. Pero no quieres ser tedioso. Quieres que el lector sienta tanto entusiasmo por el trabajo como sientes vos mismo.
Es un acto de equilibrio. Por ejemplo, la novela Bullet Park tiene un montón de cosas interesantes, pero a fin de cuentas creo que es un fracaso artístico. Entonces tuve que explicar, en un nivel de detalle bastante agonizante, por qué Bullet Park no funciona como literatura. En ese momento sentía que estaba siendo tedioso.
Pero al mismo tiempo sentía la obligación de hacerle justicia a Cheever y explicar lo que estaba intentando lograr y las razones de ese fracaso. Y tuve que explayarme bastante. Pero en general este aspecto crítico tiene que estar proporcionado con la narrativa de la vida del autor. La regla número uno sería entonces: no aburrir al lector.
-Cuando escribe una biografía, ¿la piensa literariamente? ¿Trabaja mucho la prosa y la estructura de sus libros?
-No hay nada en lo que trabajo más que en la estructura de mis libros. Esa es la razón por la cual trabajo con tanto cuidado mis apuntes, llegando a redactarlos en párrafos terminados. Hago un diagrama más amplio del arco narrativo, pero también tengo un diseño que baja hasta el nivel de página por página.
Entonces, sí, pienso muy conscientemente en términos de estructura narrativa. Es el imperativo más importante para mí. Y en cuanto a la prosa, a riesgo de sonar un tanto repugnante, creo que tengo la fortuna de ser un buen escritor.
-¿Cuál es su opinión sobre el alcoholismo de los escritores estadounidenses y, en particular, de Cheever?
-Bueno, mi último libro, que ya está en imprenta, es una biografía de Charles Jackson, un escritor olvidado que escribió la novela The Lost Weekend, que es, en mi opinión, el retrato definitivo de un alcohólico...
-Se está convirtiendo en un especialista sobre el tema.
-Sí, ¡lo soy! Pero en cuanto a por qué los escritores americanos beben tanto hay muchas razones. Una es que existe ese deseo melancólico por parte de cualquier persona –más allá de su nacionalidad o su cultura– de pertenecer, de ser amado. Y creo que hay una sensación aguda especial de alienación por parte del artista americano.
Porque, por un lado, existe este ideal de masculinidad americana que es muy difícil de lograr. Y por otro lado está esa sensación de que el artista es un ser delicado y que el artista ha fracasado en la única meta que importa, que es el éxito material.
Existe la idea de que el artista es una persona que se queja, un llorón, y que no se enfrenta con la vida como le corresponde a un americano exitoso, y eso significaría ser próspero materialmente. Cheever sentía esto agudamente y se resistía con mucha amargura a este imperativo terrible de aparentar ser feliz todo el tiempo. Especialmente en los suburbios de la posguerra.
Allí eras sospechoso, un freak, un mal adaptado si permitías que se supiera que estabas descontento. Porque si no eras feliz, entonces eras un fracaso. Y si eras un fracaso, estabas terminado.
-Su libro está lleno de breves retratos de escritores que en su momento eran muy exitosos y ahora son completamente desconocidos. Al hacer esta biografía, ¿cuánto aprendió sobre cómo se construyen las reputaciones literarias?
-Bueno, en un momento yo quise escribir un libro sobre los fracasos literarios. Porque una y otra vez me encontraba con tipos como el colega de Cheever en Yaddo, Flannery Lewis –alguien que se cayó completamente del mapa: escribió tres libros y desapareció.
Ni siquiera lo puedes googlear. Es como si nunca hubiera existido. Pero en cuanto a la reputación literaria y qué lo perpetúa, hay muchos factores. Creo que, al fin, lo determinante es si el trabajo en sí mismo merece sobrevivir. Cheever ha sufrido unos enormes golpes. En 1979 hubo una encuesta realizada por el diario Philadelphia Enquirer sobre quién era el escritor vivo que sería leído, con más probabilidad, por futuras generaciones.
Y Cheever estaba tercero, detrás de Saul Bellow y John Updike. ¿Y ahora? ¡Ahora no estaría ni en los primeros veinte! Eso es muy raro, porque Cheever tuvo un gran éxito popular. La edición de sus cuentos completos, publicados en 1978, se convirtió en best-séller y estaba en la casa de cualquier persona más o menos lectora. Entonces, tuvo un gran público.
-¿Ahora dónde están?
-La explicación más fácil de esto es que no se enseña en las universidades. Y la razón por la cual no es enseñado en las universidades es por la condescendencia académica. Ellos, equivocadamente, consideran a Cheever como un autor “popular”.
-¿Ellos dirían que sus cuentos no tienen la sustancia como para merecer una tesis doctoral?
-Sí, pero ningún escritor de ficción que vale estaría de acuerdo con eso. Los escritores de ficción saben que Cheever es un genio superlativo. Los académicos suelen ser filisteos. No entienden a Cheever. Y las reputaciones son perpetuadas, principalmente, en las aulas.
-Yo sé que usted intentó ser novelista. ¿Le atormentan las novelas que no ha escrito?
-Un poco, un poco. Pero llegué a un punto en el cual siento enorme orgullo por las biografías que pude escribir. Estoy contento con lo que he logrado.
Y, seamos francos, no soy tan bueno escribiendo ficción como lo soy escribiendo estas otras cosas. Pero no es una cosa menor descubrir tu nicho, de encontrar algo que puedes hacer muy bien. Entonces, estoy contento de haber encontrado eso.Fuente
MAS INFO: http://buenasiembra.com.ar/literatura/index.html
Había salido en las tapas de Time y Newsweek, celebrado como el “Chéjov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el pueblo donde vivía). Sus cuentos completos, publicados en 1978, ganaron un Pulitzer y fueron un best-séller. Cuando se murió de cáncer en 1982, a los 70 años, fue despedido en la tapa de los diarios. John Updike, hablando en el funeral, lo describió como el “principal fabulista de su generación”. Hoy, Cheever ha caído de ese podio.
Para citar sólo un dato, sus cuentos completos venden menos de 5.000 ejemplares por año en los Estados Unidos. Pero las reputaciones literarias a veces son cíclicas y tal vez ya sea el momento que la estrella de Cheever vuelva a subir.
Y si es así, un factor central en su reevaluación será la monumental biografía de Blake Bailey, John Cheever: una vida que fue publicada en 2009 y que ahora ha aparecido –milagrosamente– en las librerías argentinas en una edición española (Duomo, 2010). De casi 800 páginas, el tomo de Bailey aspira a convertirse en un clásico de la biografía literaria.
Aunque Cheever escribió cinco novelas (todas hacia el fin de su carrera) si perdura en el panteón de la literatura universal –junto a Chéjov y Ovidio– será por un puñado de cuentos situados en los arbolados y luminosos suburbios del nordeste estadounidense de la posguerra.
Como los cuadros de Edward Hopper, los cuentos de Cheever, antes que nada, son celebraciones de luz (en el prólogo de sus cuentos completos, por ejemplo, Cheever dice que los relatos tratan de “un mundo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba llena de luz del río”).
Pero también, como los cuadros de Hopper, la literatura de Cheever muestra la insoportable soledad y angustia de individuos situados en un paisaje que, por sus apariencias, tendría que ser paradisíaco. Todo pareciera estar muy bien. Todo está muy mal.
Y así fue, tal cual –y yendo al grano del asunto– la vida misma de John Cheever: una pesadilla escondida dentro de un idilio. La vida de Cheever, pública y familiar, era una gran simulación.
Para su esposa, hijos, amigos y colegas, John Cheever era un orgulloso burgués de la clase media-alta: un paterfamilias con gustos convencionales y aires semi-aristocráticos que se ganaba la vida dignamente vendiendo cuentos cortos a la revista The New Yorker.
Pero la verdad, ocultada durante toda su vida, es que Cheever era un angustiadísimo bisexual con inabarcables apetitos sexuales. Podía ser cruel, manipulador, egoísta, mezquino y narcisista. No sólo eso: también era un alcohólico in extremis.
De la misma manera que Cheever tuvo una vida oculta, también tuvo una obra oculta: sus diarios íntimos, que en su totalidad abarcan más de 4.300 páginas tipiadas (una selección fue publicada como libro en 1991 y puede conseguirse la traducción al castellano).
Solía escribir esas notas a primera hora de la mañana, desperezándose de la violenta resaca de ginebra, y funcionaban como modo de almacenar impresiones y epifanías que usaría después en su ficción.
También detallaba, en sórdido detalle, la minucia más íntima y escatológica de su vida: por ejemplo sus sesiones masturbatorias y su crónica frustración por el diminuto tamaño de su pene.
Los tres hijos de Cheever dieron a Blake Bailey acceso completo a los archivos familiares, incluyendo una copia completa de los diarios. De allí comenzó su trabajo que fue complementado por cientos de entrevistas y un colosal trabajo de archivo.
Lo que les convenció a los hijos de Cheever de que Bailey era la persona indicada para la tarea fue su primera biografía sobre Richard Yates, otro escritor de los trágicos suburbios alcohólicos de la posguerra estadounidense.
Vale la pena mencionar que Cheever, una vida obtuvo el premio Francis Parkman en 2010. Poco conocido pero muy prestigioso, a este Premio lo entrega la Sociedad de Historiadores Americanos desde 1958. Resulta notable ya que el premio se otorga por distinción literaria en la escritura histórica.
Es decir, la obra de Bailey fue considerada el mejor trabajo –y el mejor escritor– sobre un tema histórico publicado durante 2009. Nunca hasta ahora lo había recibido una biografía literaria. Sobre este libro habló Bailey por teléfono desde Virginia, donde enseña escritura creativa.
-¿Los diarios de Cheever se pueden considerar como una de las grandes obras de la literatura estadounidense del siglo XX?
-Hay personas que dicen que son lo mejor que escribió. No estoy de acuerdo con eso, pero creo que es un documento asombroso, por una variedad de razones. Me parece asombroso que Cheever, aún cuando estaba escribiendo con su mano izquierda –y de esa manera entraba en calor por las mañanas para luego continuar con su escritura de prosa– pareciera escribir sin esfuerzo alguno.
-¿Y cómo es la persona que uno conoce a través de los diarios?
-Cheever fue un hombre sin amigos íntimos. Su persona pública es una fachada completamente construida. Es un tipo muy encantador y es muy popular entre sus vecinos en Westchester. Pero nadie sabía quién era. Y él no podía hablar con nadie. No podía hablar tampoco con su familia. No tenía amigos íntimos, salvo unos rusos que conoció en un viaje de una o dos semanas. Entonces lo mete todo en sus diarios.
El lector puede ver unas cosas bien bizarras que suceden sobre la página. Un hombre cuyo ser está totalmente en conflicto con su imagen pública. Y en gran parte, no podía ser más misántropo y oscuro. Pero al mismo tiempo está luchando con eso. Es una dialéctica que tiene consigo mismo. Y en los diarios hay un laboratorio para sus ficciones. Continuamente sus diarios se van convirtiendo en textos de ficción.
-La relación de Cheever con The New Yorker fue bastante complicada. Sentía, con el pasar de los años, resentimiento por las restricciones de esa revista. ¿Pero no era, en realidad, el formato ideal para su talento?
-Por un lado, escribir para The New Yorker le impuso una disciplina a Cheever. Especialmente el New Yorker de los años 30 y de los 40. De la camada de Irwin Shaw, por ejemplo... Eso de escribir como Chéjov, de escribir diálogo elíptico donde nada se refiere al punto central del cuento. Eso de no escribir un principio, medio y final tradicional sino tomar un momento específico, un detalle de la vida y dejarlo resonar.
Pero Cheever evolucionó de ese modelo. Cuando por frustración se salía de ese formato escribió sus mejores cuentos, como “Goodbye My Brother” o “The Country Husband”. Y siempre le sorprendía cuando The New Yorker aceptaba esos cuentos. Porque estaba luchando contra las restricciones del género.
Finalmente, cuando comenzó a hacer cosas realmente extrañas y surreales, ya en ese momento rechazaron su trabajo en The New Yorker. Pero ya a esa altura Cheever pudo tener la última palabra porque era lo suficientemente famoso como para vender su trabajo a otras revistas.
-¿Cuál es la función principal de una biografía literaria?
-El desafío principal es mantener un equilibrio entre la narración y las exposiciones críticas sobre las obras. Obviamente, uno está escribiendo sobre un escritor y tiene que hacerle justicia a sus logros. Pero no quieres ser tedioso. Quieres que el lector sienta tanto entusiasmo por el trabajo como sientes vos mismo.
Es un acto de equilibrio. Por ejemplo, la novela Bullet Park tiene un montón de cosas interesantes, pero a fin de cuentas creo que es un fracaso artístico. Entonces tuve que explicar, en un nivel de detalle bastante agonizante, por qué Bullet Park no funciona como literatura. En ese momento sentía que estaba siendo tedioso.
Pero al mismo tiempo sentía la obligación de hacerle justicia a Cheever y explicar lo que estaba intentando lograr y las razones de ese fracaso. Y tuve que explayarme bastante. Pero en general este aspecto crítico tiene que estar proporcionado con la narrativa de la vida del autor. La regla número uno sería entonces: no aburrir al lector.
-Cuando escribe una biografía, ¿la piensa literariamente? ¿Trabaja mucho la prosa y la estructura de sus libros?
-No hay nada en lo que trabajo más que en la estructura de mis libros. Esa es la razón por la cual trabajo con tanto cuidado mis apuntes, llegando a redactarlos en párrafos terminados. Hago un diagrama más amplio del arco narrativo, pero también tengo un diseño que baja hasta el nivel de página por página.
Entonces, sí, pienso muy conscientemente en términos de estructura narrativa. Es el imperativo más importante para mí. Y en cuanto a la prosa, a riesgo de sonar un tanto repugnante, creo que tengo la fortuna de ser un buen escritor.
-¿Cuál es su opinión sobre el alcoholismo de los escritores estadounidenses y, en particular, de Cheever?
-Bueno, mi último libro, que ya está en imprenta, es una biografía de Charles Jackson, un escritor olvidado que escribió la novela The Lost Weekend, que es, en mi opinión, el retrato definitivo de un alcohólico...
-Se está convirtiendo en un especialista sobre el tema.
-Sí, ¡lo soy! Pero en cuanto a por qué los escritores americanos beben tanto hay muchas razones. Una es que existe ese deseo melancólico por parte de cualquier persona –más allá de su nacionalidad o su cultura– de pertenecer, de ser amado. Y creo que hay una sensación aguda especial de alienación por parte del artista americano.
Porque, por un lado, existe este ideal de masculinidad americana que es muy difícil de lograr. Y por otro lado está esa sensación de que el artista es un ser delicado y que el artista ha fracasado en la única meta que importa, que es el éxito material.
Existe la idea de que el artista es una persona que se queja, un llorón, y que no se enfrenta con la vida como le corresponde a un americano exitoso, y eso significaría ser próspero materialmente. Cheever sentía esto agudamente y se resistía con mucha amargura a este imperativo terrible de aparentar ser feliz todo el tiempo. Especialmente en los suburbios de la posguerra.
Allí eras sospechoso, un freak, un mal adaptado si permitías que se supiera que estabas descontento. Porque si no eras feliz, entonces eras un fracaso. Y si eras un fracaso, estabas terminado.
-Su libro está lleno de breves retratos de escritores que en su momento eran muy exitosos y ahora son completamente desconocidos. Al hacer esta biografía, ¿cuánto aprendió sobre cómo se construyen las reputaciones literarias?
-Bueno, en un momento yo quise escribir un libro sobre los fracasos literarios. Porque una y otra vez me encontraba con tipos como el colega de Cheever en Yaddo, Flannery Lewis –alguien que se cayó completamente del mapa: escribió tres libros y desapareció.
Ni siquiera lo puedes googlear. Es como si nunca hubiera existido. Pero en cuanto a la reputación literaria y qué lo perpetúa, hay muchos factores. Creo que, al fin, lo determinante es si el trabajo en sí mismo merece sobrevivir. Cheever ha sufrido unos enormes golpes. En 1979 hubo una encuesta realizada por el diario Philadelphia Enquirer sobre quién era el escritor vivo que sería leído, con más probabilidad, por futuras generaciones.
Y Cheever estaba tercero, detrás de Saul Bellow y John Updike. ¿Y ahora? ¡Ahora no estaría ni en los primeros veinte! Eso es muy raro, porque Cheever tuvo un gran éxito popular. La edición de sus cuentos completos, publicados en 1978, se convirtió en best-séller y estaba en la casa de cualquier persona más o menos lectora. Entonces, tuvo un gran público.
-¿Ahora dónde están?
-La explicación más fácil de esto es que no se enseña en las universidades. Y la razón por la cual no es enseñado en las universidades es por la condescendencia académica. Ellos, equivocadamente, consideran a Cheever como un autor “popular”.
-¿Ellos dirían que sus cuentos no tienen la sustancia como para merecer una tesis doctoral?
-Sí, pero ningún escritor de ficción que vale estaría de acuerdo con eso. Los escritores de ficción saben que Cheever es un genio superlativo. Los académicos suelen ser filisteos. No entienden a Cheever. Y las reputaciones son perpetuadas, principalmente, en las aulas.
-Yo sé que usted intentó ser novelista. ¿Le atormentan las novelas que no ha escrito?
-Un poco, un poco. Pero llegué a un punto en el cual siento enorme orgullo por las biografías que pude escribir. Estoy contento con lo que he logrado.
Y, seamos francos, no soy tan bueno escribiendo ficción como lo soy escribiendo estas otras cosas. Pero no es una cosa menor descubrir tu nicho, de encontrar algo que puedes hacer muy bien. Entonces, estoy contento de haber encontrado eso.Fuente
MAS INFO: http://buenasiembra.com.ar/literatura/index.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario