Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.
La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella.
En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo.
Entonces, le dice:
-¿Qué haces Guno, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no ves..
Entonces, el ciego le responde: – Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mi…
No solo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.
Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite.
¡Qué hermoso sería sí todos ilumináramos los caminos de los demás! Sin fijarnos si lo necesitan o no… Llevar luz y no-oscuridad…
Si toda la gente encendiera una luz el mundo entero estaría iluminado y brillaría día a día con mayor intensidad…
Tenemos en el alma el motor que enciende cualquier lámpara, la energía que permite iluminar en vez de oscurecer… Está en nosotros saber usarla…
Haz la parte que te corresponde y Dios hará el resto.
El que alguien toque mi vida es un privilegio, tocar la vida de alguien es un honor, pero el ayudar a que otros toquen sus propias vidas es un placer indescriptible!
Anónimo.
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