domingo, 26 de septiembre de 2010

Tacaños

Tacaños

Si el dinero marcha hacia el norte yo camino hacia el sur y si va hacia oriente me toma caminando en sentido contrario. Nada más no coincidimos. La cuestión es que mi sentido económico es tan torpe como el avestruz que quiere levantar el vuelo. La verdad es que no le encuentro gracia a acumular bienes y siempre que puedo reparto todo lo que me cae en las manos. Es un defecto personal y espero que mis amigos se enemisten conmigo antes de morirme porque en caso contrario les tocará pagar mi ataúd. En fin, quienes no poseen nada se pueden dar el lujo de ser generosos.

Esto de vivir con lo más mínimo es una obsesión que me acosa desde siempre. Como no tengo talento para ganar más de la cuenta entonces me invento una filosofía de acuerdo con mi condición. La tacañería es uno de los defectos más odiosos de las personas porque tarde o temprano termina contaminando todos sus actos.

Los gestos de estreñimiento que los tacaños hacen a la hora de pagar la cuenta muestran que se les ha podrido el alma. Todo el placer que provoca una buena conversación se va a la coladera justo en ese momento. La simpatía se corrompe cuando el que tiene dinero se muestra reacio a ser generoso. Y, sin embargo, qué ingenuidad pensar que puede ser de otra manera.

Los argumentos que usan los tacaños para escatimar su dinero suelen ser patéticos y desmesurados. No me imagino a qué clase de felicidad se hallan condenados si su roñería les impide caminar en el mundo con ligereza. El malestar que me provoca su presencia crece con los días y en mi personal bitácora de valores la tacañería se halla en el mismo nivel que la deslealtad. Aún así me gustaría hacer una excepción con la gente pobre.

No sé si existan tacaños pobres, pero en caso de que así sea están perdonados de antemano. Tienen derecho a defender con los dientes lo poco que tienen y cicatear para ellos es más bien un acto de desesperación.

Los codos son tan viles que pueden compartir una mesa con personas pobres y comer y beber opíparamente sin ningún remordimiento, cada moneda invertida en su satisfacción les provoca un dolor placentero, una felicidad incompleta y áspera. El tacaño visita poco el excusado e incluso esos momentos de liberación le causan un inmenso desasosiego. Su estómago es una caja fuerte y sus intestinos son estrechos y congestionados. Es un sistema cerrado perfecto: todo va hacia sí mismo.

El tacaño del alma transmite un sentimiento de miseria que incluso poco tiene que ver con lo económico, es más una sensación de desaliento y asco al mismo tiempo. La vida para estos seres no es derrochar, sino acumular: pelea más que perdida cuando llega la muerte.

Que una persona pueda meter en su cuenta de banco miles de millones de pesos de manera legal no es digno de admiración, sino sólo una muestra de que las leyes están mal hechas. Lo que sería motivo de admiración es que devolvieran ese dinero, pero el millonario es tacaño por constitución y sus acciones filantrópicas no son más que cortinas de humo para disimular su inmenso botín. En su particular sistema decimal la generosidad, la mesura y el saber vivir en común están desterrados.

Es éste un caso especial de tacañería por omisión. Que admiremos a una persona porque aparece en una lista de millonarios importantes es un símbolo de primitivismo y en lo personal me causa desconsuelo y un enorme desaliento.

El caso ridículo está representado por el tacaño que se convence a sí mismo de que no lo es. Se ha acostumbrado a su parquedad y posee extrañas concepciones de justicia. Está en guerra contra los otros porque ve en ellos enemigos potenciales, ladrones, vividores, ratas que roerán su estómago (su bóveda bancaria) y lo dejarán desnudo.

Es curioso que se use el término disparar como sinónimo de invitar. Cuando el tacaño dispara, en realidad quiere asesinar a su invitado.

Uno de los escritores más derrochadores y generosos que han existido nunca, Joseph Roth, bromeaba cuando la gente le preguntaba por qué razón se había convertido al catolicismo siendo un viejo. Decía que su decisión era parte de una estrategia: prefería que con su muerte fueran los católicos y no los judíos quienes perdieran a un adepto. Y así fue.

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