Corazón minero
FRANCISCO PEREGIL
En la historia de Chile acaban de entrar 33 hombres humildes. Uno es el líder indiscutible; otro es su mano derecha, el capataz discreto que prefiere grabar con la cámara a sus compañeros antes que darse a conocer al resto del país; otro no puede evitar quebrarse cuando saluda a su gente, a pesar de que pretende transmitir una imagen de fuerza; el mayor, a sus 63 años, es hijo, nieto y hermano de mineros y lleva desde los 12 en las minas; el menor tiene 19 y, como algunos de sus compañeros, nunca había pisado un yacimiento; uno se destapa como un excelente periodista presentador del resto de sus compañeros; otro ejerce de enfermero; hay un guía espiritual que les lee la Biblia evangélica; un inmigrante boliviano sin padres; un minero que va escribiendo todo lo que les aconteció desde aquel 5 de agosto en que el cerro de la mina San José se les vino encima; otro que fue jugador de primera división y compartió honores con Iván Zamorano. La mitad de ellos vivían de la zona donde se encuentra la mina y otros tenían que viajar más de 12 horas en los días de descanso para reencontrarse con sus familias.
Hace un mes nadie les conocía. Ahora se preparan libros sobre sus vidas, se filman películas y documentales acerca de la tragedia que les ha tocado vivir. En EL PAÍS les hemos cedido la palabra a sus madres, esposas, novias, hijos, hermanos, amigos, suegras, compañeros, psicólogos... Son ellos los que nos van desgranando la personalidad de cada uno. Relatan sus anhelos, sus pequeñas manías, las contradicciones, sus frustraciones, lo que les transmiten los mineros en cartas escritas a la luz de sus cascos, a 700 metros bajo tierra.
Aquel domingo 22 agosto, cuando se supo que los 33 mineros seguían con vida, el país entero se llenó de bocinazos, bailes, gritos y banderas. En las calles de Copiapó, en los cerros de Montevideo, en el metro de Santiago, en las gasolineras, desde la primera a la decimoquinta región de Chile, todo fue una fiesta. La admiración por ellos creció cuando se supo que habían sobrevivido con apenas dos cucharadas de atún durante 48 horas, un día tras otro hasta sumar 17. El ministro chileno de Salud, Jaime Mañalich, declaró a este periódico que algunos de ellos –sólo algunos- ingerían “cantidades importantes de alcohol” antes de quedar sepultados y que estaban siendo tratados con un complejo vitamínico llamado ácido fólico. Pero en menos de 48 horas, tal vez cuando se percató de que en vez de 33 mineros el país ya los empezaba a mirar como 33 héroes, el propio ministro se apresuró a declarar que ninguno sufría síndrome de abstinencia y que incluso para la celebración del bicentenario del 18 de septiembre se les iba enviar alguna copita de vino. Con vino o sin él, los 33 están haciendo historia.
Nunca en ninguna mina había permanecido nadie tanto tiempo atrapado. Setecientos metros por encima de ellos trabaja día y noche un equipo de rescate que ha sido felicitado por la NASA. Los expertos de la agencia espacial estadounidense afirmaron que en Chile se está gestando ahora mismo el manual de supervivencia sobre cómo rescatar a personas que viven en condiciones de aislamiento extremo. Y en efecto, el progreso en la mejora física y mental del grupo salta a la vista. En el primer vídeo que grabaron los 33 bajo tierra se mostraban famélicos, semidesnudos, algunos medio llorando. En el segundo, ya suena música latina, se les ve afeitados y uno de ellos pide entre risas que les manden muñecas hinchables. A pesar de todo, la ansiedad por el rescate les va llegando a cada uno en su momento. En el primer vídeo, sólo uno de los 33 pidió expresamente que los rescatasen ya. Conforme pasaban los días, esa misma angustia fue invadiendo a otros. Los psicólogos los han dividido en grupos de tres para que se alienten entre ellos. Hay días mejores y días peores, pero parece que el método funciona.
El mismo Chile que un día engendró a personajes como Salvador Allende, Pablo Neruda, Nicanor Parra, Vicente Huidobro o Roberto Bolaño, se ha visto hoy reflejado en una gente sencilla, que cada día que pasa se vuelven más grandes. Desde el refugio húmedo y caluroso en el que se encuentran atrapados, algunos han prometido a sus parejas que se van a casar en cuanto salga. Otros, que no veían a sus madres desde hace años, les piden por carta que no se vayan de ese cerro, que sigan allí arriba esperándoles. Muchos pernoctaban en pensiones de la ciudad de Copiapó, a una hora en autobús de la mina. Trabajaban en turnos de 12 horas durante siete días y descansaban otros siete. Solían aceptar las horas extras en los días de descanso porque les pagaban el doble que en una jornada normal. Si no, tomaban el autobús hacia sus regiones. Algunos viajaban hasta 15 horas en dirección al sur.
Si hubiesen muerto, tal vez todo seguiría igual. La noticia apenas habría llamado la atención, como no la llamaron las otras muertes de mineros chilenos en años recientes. Serían una cifra más que sumar a las anteriores. Ahora, han cobrado estatura humana. Y el mundo apreciará lo que vale cada una de esas 33 vidas.
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